Mi familia política responde a todos los estándares establecidos, a saber: Mi suegro, hombre tranquilo donde los haya dotado de una paciencia bíblica; mi suegra, toda ella carácter, gobierna la familia con puño de hierro en guante de hierro; mi cuñada, una lianta, manipuladora como pocas; mis sobrinas, dos cachorras de súcubo gritonas y cotillas que han salido a mamá; mi sobrino, maleducado y consentido y, por fin, mi cuñado, el gilipollas metepatas que hay en todas las familias; además de nosotros, gente normal que ejercemos de testigos mudos de la historia.
Cuando reúnes todos estos ingredientes, durante una Semana Santa, en la casa familiar de mis suegros y, casualmente, todos los infiernos meteorológicos se agolpan sobre ese coqueto pueblecito manchego sin poder apenas salir de casa; el guiso resultante es indigerible.
La tarde del Jueves Santo comenzó la fiesta. Mi suegro nos enseñó, orgulloso, lo bien que había quedado la madera del suelo después de haberla acuchillado, lijado y barnizado cuidadosamente durante las últimas semanas; un trabajo primoroso, como lo calificó mi suegra. Pues bien, mi sobrinito, al ver la superficie lisa, brillante y pulida del barniz, decidió que era el lugar ideal para probar su nueva “peonza asesina”.
Reconozco que se me abrían las carnes al ver el gesto de dolor que se le ponía a mi suegro a cada rejonazo que la “peonza asesina” sacudía contra el suelo, levantando esquirlas del barniz. A todo esto, las dos aprendices de arpías habían subido al “doblao” para investigar qué cosas guardaba la abuela en esos baúles tan tentadores que tenía almacenados y, es una suposición mía, irse preparando la herencia.
Volviendo a la planta baja, a cada golpe contra el suelo, el abuelo se iba sumergiendo más y más en su sillón de mimbre, junto al hogar, hasta el momento en que el gilipollas de mi cuñado se incorporó al juego con una segunda peonza y el buen hombre explotó. Con un movimiento sorprendentemente felino arrancó peonzas, cuerdas y algún que otro jirón de piel de las manos de su vástago y revastaguito y las arrojó al fuego; volviendo después a su sillón con la satisfacción del deber cumplido. El gilipollas de mi cuñado dirigió hacia el viejo su mirada torva y, mascullando entre dientes, juró venganza.
A mi suegro le gustaba fumar, en realidad, lo que le gustaba era el ritual con que vestía cada pitillo: Abrir con cuidado la petaca del tabaco, seleccionar las hebras, sacar un papel, acomodarlo entre los dedos, colocar encima el tabaco, liarlo con mimo, humedecer levemente la pega, completar la forma cilíndrica, ponérselo entre los labios y encenderlo con el mechero de yesca. El gilipollas de mi cuñado lo sabía y había fraguado su venganza por ese palo: Llevaba siempre consigo una bolsita de “María” para su uso personal y, en un descuido de su padre, envolvió gran parte del contenido con el tabaco de la petaca y se puso, pacientemente, a esperar. A media mañana del Viernes Santo ocurrió, antes de arreglarse para ir a la iglesia, el abuelo se lió un pitillo. ¿Se lió? ¡Se lió!
Camino del templo, vestidos para la ocasión, mis suegros se encontraron con Bernabé, tullido de la guerra con una pata de palo y éste les contó que había estado una semana ingresado en el hospital de Toledo. Mi suegro, sin dejarle explicarse, le preguntó entre carcajadas si es que había tenido un ataque de carcoma. Su mujer le fusiló con la mirada y, tirándole del brazo, se despidió apresuradamente: - Nos vamos a la iglesia que llegamos tarde - y en cuanto se alejaron unos pasos, añadió: - ¿Estás tonto? Ya hablaremos en casa - Mi suegro no podía parar de reír.
Ya en la iglesia, mi suegra se acercó, con su marido detrás, a encender una vela al lugar habilitado para ello a ambos lados del altar, después de santiguarse se retiró respetuosamente y le tocó el turno a su marido; cogió aire, se inclinó un poco, sopló todas las velas y entonó a pleno pulmón el Cumpleaños Feliz seguido de Es un Muchacho Excelente y, cuando el cura se acercó a reconvenirle, La Cucaracha. El párroco, indignado, le señaló la puerta al tiempo que le gritaba que había cometido sacrilegio en la Casa de Dios y nada menos que en Viernes Santo. Irene, mi suegra, asustada, lo llevó a la salida al tiempo que le decía: - José, tú no estás bien, salte a fumar un cigarro a ver si te tranquilizas - José hizo caso a medias y se encaminó a la puerta, agarrado a la cintura de su mujer y bailando a ritmo de Conga.
Mis sobrinas, fieles a su estilo, se habían hecho fuertes en el “doblao”. Habían vaciado todos los baúles, cajas y armarios donde mi suegra guardaba celosamente los recuerdos de varias generaciones y estaban jugando a Dependientas de El Corte Inglés: Aquí varios juegos de café de porcelana fina, allí, desplegadas, seis mantelerías, más allá varios abrigos de tupida lana merina, …, las sábanas colgaban del techo abuhardillado dividiendo las distintas secciones y, junto a la escalera, el contenido de varios joyeros, desparramado sobre una pila de sacos de harina.
Mi mujer sostiene la tesis de que lo normal es que los niños hagan ruido, cuando son verdaderamente peligrosos es cuando están en silencio y, después de todo el jaleo anterior, en el “doblao” no se oía un alma. Subió preocupada.
Subió preocupada y bajó lívida, justo en el instante en que mi suegro entraba sandunguero por la puerta con otro “peta” en la comisura. – ¿Qué passssa? - Pasa que las putas niñas han desparramado todos los recuerdos de mamá, la abuela, la bisabuela, … Cuando lo vea mamá las va a matar - Pues que se pongan a la fila - Contestó mi suegro mientras subía por la recta escalera como si fuera curva.
Arriba, el escándalo era descomunal y abajo, en la puerta de la calle, mi mujer te tapaba los oídos nerviosa esperando a que llegara su madre. De golpe los gritos sonaron más cercanos y, sobre ellos, la voz de mi suegro: - Ahora, a la sección de deportes - Y sentado a horcajadas sobre el pasamanos de la escalera se dejó deslizar entregado a la Ley de la Gravedad hasta que hizo tope con la bola de bronce, que remataba el pasamanos, exactamente en la zona escrotal. Sólo se le oyó decir: - Yo me descojono - .
Cuando mi suegra, como una hidra, entró en casa se encontró un circo de tres pistas: Mi suegro sentado en un taburete, con los calzoncillos por las rodillas y los testículos hinchados apoyados en una bolsa congelada de Palitos de Merluza Pescanova; mis sobrinas, sentadas enfrente, con los ojos más abiertos que la boca; mi cuñada intentando taparles los ojos; mi mujer llorando en el cuarto de baño y el gilipollas de mi cuñado y su digno sucesor, levantando esquirlas del suelo del salón…
… Qué placer tan memorable se experimenta al volver de Semana Santa sin atascos y qué tranquilidad se respira en Madrid.
1 comentario:
Bueno, eso te pasa por tener tanta familia ( que debe ser divertidísimo )...
A mí me encantaría, a veces,tener tantas ganas de volver a casa si eso significara haber pasado "un mal rato" con la family...
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