domingo, 14 de septiembre de 2008

LA FAMOSA REDACCIÓN DE PRINCIPIO DE CURSO


Las galletas intentaban escapar del tazón donde les esperaba su destino, al menos, eso pensaba Raquel cuando comprobó que no podía controlar el temblor de sus manos a la hora de desayunar. No había pegado ojo en toda la noche, no paró de dar vueltas en la cama, hasta que las sábanas se convirtieron en un cordón retorcido como el que hace un preso para escapar de la cárcel. En su cabeza se agolpaban las ideas, las amigas, las situaciones graciosas, las tristes, las caras conocidas, las caras nuevas y se erguía, por encima de todo, la figura, aún sin rostro, de la maestra; tenía que ser una maestra que se haría amiga suya, por supuesto; no le gustaban los maestros, no sabía por qué, nunca había tenido uno, pero una mujer le despertaba más confianza. Era el primer día de colegio y estaba muy nerviosa, cuando su madre entró a despertarla ella ya estaba vestida, sentada al borde de la cama mirando el reloj con impaciencia.

Marta también estaba nerviosa, como maestra ya llevaba a sus espaldas muchos inicios de curso, catorce, se dice pronto, pero la tensión del arranque era siempre la misma: un nudo en el estómago, la boca seca y una sonrisa perenne, como una pegatina, que trataba de disimular, de cara al exterior, la solemnidad del momento que le esperaba, la ansiedad de hacerlo bien y la incertidumbre del nuevo curso.

En las maratonianas reuniones del claustro, este año se percibía algo diferente. Flotaba en el ambiente, las miradas que cruzaban la mesa de un lado a otro y de punta a punta formaban una red invisible, una red de pesadumbre e indignación a partes iguales que, inconscientemente, intentaba parar lo que se avecinaba: Tenían un quince por ciento más de niños con la mitad de presupuesto. En la Comunidad se habían vuelto locos y, encima, les había caído encima un chorreo de no te menees porque, en las pruebas de nivel, los estudiantes habían conseguido perores calificaciones que los privilegiados de la privada. Aquí los quisieran ver, pensaban, con cuarenta criaturas por aula y, para más INRI, en un mínimo de cinco idiomas distintos, cualquiera se apunta a dar clase en un colegio bilingüe, ironizaban con una resignación muy poco cristiana.

Raquel se calzó sus relucientes zapatos y cargó con la mochila cuidadosamente preparada, revisada y requetevisada la tarde anterior con todo el mimo y la ilusión que una niña de ocho años pone en estas tareas. Revisó sus coletas en el espejo de la entrada y se dispuso a esperar a su madre con gesto contrariado, sólo faltaban quince minutos para llegar al cole y un retraso el primer día sería imperdonable.

Marta estaba terminando de repasar su discreto maquillaje y puso un leve toque de color a sus labios, debía estar guapa pero sin pasarse, la impresión del primer día de clase se mantiene durante todo el curso y había que cuidarla especialmente. Tras un vistazo general en el espejo se concedió un aprobado, cogió a Raquel de la mano y partieron hacia la aventura.

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