viernes, 10 de octubre de 2008

BUTRÓN EN LA CALLE TOLEDO ¿BASADO EN HECHOS REALES?

Después de tres meses planificando minuciosamente el trabajito, un detalle trastocaba el diseño de la operación, una farola. A escasos cinco metros del portal donde tenían previsto hacer el butrón para desvalijar el banco, la luz insolente de esa farola delataba todo lo que ocurría tras los cristales de la puerta de hierro forjado y, claro, los dos ladrones y sus manejos quedaban expuestos al ojo indiscreto de los viandantes nocturnos o, lo que es peor, de las patrullas de policía que pasaban cada catorce minutos y medio, comprobado.

Luisito, el más joven de los dos, mandó a su compañero a vigilar si venía alguien y él, como si de una cucaña se tratase, empezó a trepar por el fuste de cuatro metros. Fue muy fácil, los distintos abultamientos, imitando la forma de un tronco, permitían apoyar tímidamente los pies, lo justo para tomar impulso. Al llegar a las dos luminarias colocadas en paralelo, intentó arrancar las tulipas para aflojar las lámparas, pero estaban firmemente sujetas y la emprendió a puñetazos contra el plástico transparente, con tanto impulso que la mano que lo sujetaba cedió y el improvisado escalador resbaló a toda velocidad hasta el suelo. Los abultamientos que tan útiles habían resultado en la subida fueron, uno a uno, golpeando sin piedad y por este orden sus piernas, su paquete escrotal, su pecho y su barbilla de tal modo, que Luisito quedó sentado en el suelo, ojos en blanco, abrazado sin fuerza a su particular potro de tortura.

Vicente, el maestro butronero con ocho años y un día de experiencia, volvió andando tranquilamente por la acera, negando con la cabeza el espectáculo que acababa de contemplar. Tendió a Luisito, vertió sobre su cabeza un botellín de agua y, cuando despertó, procedieron juntos a evaluar los daños. Nada importante, sólo chapa y pintura. Como buen profesional, recogió un par de dientes que había en el suelo. No había que dejar pruebas.

Rescataron la bolsa con las herramientas que habían ocultado debajo de un coche y penetraron en el portal tras destrozar tres tarjetas de crédito contra el resbalón, aprovecharían la luz de la calle en su propio beneficio. El reloj digital de Luisito soltó un bip, pegaron sus espaldas a la pared e, inmediatamente, pasó muy despacio un coche de Policía que siguió su ronda sin novedades.

El reparto de tareas había establecido que, mientras Vicente preparaba la lanza térmica, Luisito haría las mediciones en la pared y marcaría el lugar preciso donde tendrían que hacer el agujero para que no saltasen las alarmas. Dicho y hecho.

Otro bip demoró el encendido de la lanza térmica y, en esta ocasión, el vehículo policial se detuvo a mirar el charco que había quedado tras la reanimación de Luisito, reanudó su marcha y una colleja sorda y dolorosa sacó al involuntario protagonista del aturdimiento que aún mantenía.

Vicente demostró dominar la técnica de butrón con habilidad, rapidez y precisión, en cuatro minutos había finalizado el trabajo y, entre ambos, extendieron en el suelo una manta acolchada que amortiguara el ruido de los cascotes al caer. Ni un sonido. Todo estaba saliendo según lo planeado, encendieron sus linternas y entraron en el banco.

¿En el banco? La visión de los estantes llenos de perfumes, cosméticos y demás productos de belleza les hizo palidecer, volver instintivamente sobre sus pasos y confirmar plenamente sus sospechas; el repetido golpeo en la cabeza de Luisito lo había despistado. Dentro el portal, la pared que daba al banco estaba a la derecha y el agujero lo habían hecho el la de la izquierda, la que daba a la perfumería. Vicente recogió la herramienta tras amenazar a su compinche con hacerle una colonoscopia con la lanza térmica y, armados de grandes dosis de resignación, llenaron los sacos de plástico que llevaban con todos los productos que fueron capaces de recoger.

La leyenda de los desvalijadores de perfumerías había comenzado.

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